Dos siglos y un gran océano separan (o unen) los subterfugios utilizados para conseguir mayorías en dos instituciones estratégicas del poder.
El 17 de agosto el Consejo de la Magistratura suspendió por seis meses al presidente de la Sala 1 de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional Federal, Eduardo Freiler.
Lejos de ser un ejemplo de austeridad republicana, el juez está imputado por no poder justificar el crecimiento de su patrimonio, estar atrasado en el pago de sus impuestos por casi el equivalente a 20.000 dólares estadounidenses, por falsear los motivos de licencias con goce de haberes y por ausentarse sin licencia durante días hábiles judiciales “de forma grave y reiterada”.
Los integrantes del oficialismo en el organismo que designa jueces y controla su conducta habían fracasado en su intento por destituirlo porque Freiler contaba con el apoyo de miembros del Consejo ligados al kirchnerismo.
El apoyo no es inocente: Freuler preside un tribunal que entiende en los fallos de los jueces sobre causas de corrupción que involucran a la ex presidenta Cristina Fernández y su entorno.
La ocasión para destituirlo se presentó el 17 de agosto, luego de que uno de los miembros del Consejo de la Magistratura, Carlos Godoy, fuera removido por no ser abogado y el macrismo quedó con mayoría por unas horas.
Durante las horas que demoró la jura del reemplazo de Godoy, para muchos un ardid del presidente de la Corte Suprema Ricardo Lorenzetti, los integrantes del macrismo en el Consejo de la Magistratura obtuvieron el quórum para sesionar y la mayoría de los dos tercios para suspender a Freiler por seis meses, cosa que efectivamente hicieron.
Ahora un jury de enjuiciamiento determinará si hubo o no mal desempeño del magistrado y eventualmente enviarlo a juicio.
La película Amazing Grace (2006, dirigida por Michael Apted y protagonizada por Ioan Gruffudd) registra otra picardía similar, pero ocurrida en la Cámara de los Comunes británica hace más de 200 años.
Ocurrió cuando el cristiano evangélico William Wilberforce y un grupo de amigos, varios de ellos evangélicos y cuáqueros, lograron acabar con la trata de esclavos en los dominios del imperio británico y poner fin a la condición de esclavitud, lo que significó la libertad de 700.000 esclavos.
Esta lucha se llevó literalmente la vida de Willberforce, fallecido en 1833, tres días después de que se declarara la libertad de todos los esclavos en el imperio británico. Fueron 46 años de conflicto y conquistas parciales en el Parlamento contra quienes defendían los tenebrosos intereses del negocio de la esclavitud.
El primer gran logro fue en 1807 cuando Willberforce y sus amigos de la denominada Clapham Sect lograron tras 20 años de lucha concientizar a sus contemporáneos sobre la vergüenza nacional que representaba la esclavitud y convertir en ley un proyecto de ley que abolía el tráfico de esclavos y así poner fin a su captura y posterior venta.
Amazing Grace registra los días de desaliento de este gran luchador, que a punto de tirar la toalla acepta presentar batalla en la House of Commons con una ley referida a la bandera de los barcos de la Corona, primer triunfo parlamentario, anterior a 1807, y que permitiría poner fin al comercio de negros africanos.
Fue una iniciativa sigilosa ya que el texto no mencionaba la trata de esclavos: sus efectos perjudicarían a los traficantes a lo largo de los años y se concretó merced a una picardía de uno de los allegados de Willberforce.
Todo parecía marchar bien durante la sesión intencionalmente gris y aburrida en que se esperaba aprobar esta ley, hasta que uno de los parlamentarios lobistas del esclavismo advirtió en las tribunas la presencia del abolicionista Thomas Clarkson y sospechó algo.
Pidió la suspensión de la sesión, el presidente del cuerpo la rechazó, y entonces salió corriendo del recinto a buscar a sus compañeros reclamándoles a los gritos que volvieran a sus gradas para frenar el principio del fin de lo que el primer ministro William Pitt, amigo de Willberforce, calificó como “un comercio que tiene 300 diputados en el bolsillo”.
Pero no había nadie. El único que lo recibió en una sala amueblada, sonriente, es lord Charles Fox, otro luchador que acompañó a Willberforce en la pelea desigual.
Ante la consulta de “¿dónde están todos?”, Fox agitó unos boletos en sus manos y le informó que sus compañeros de bancada “están en las carreras de Epsom; te guardé una”, afirma sarcásticamente, al aludir a las entradas que había obsequiado a sus pares para ingresar al célebre hipódromo, siendo él mismo un aficionado al turf.
“Es un regalo de William Willberforce”, concluyó el episodio ante la ira del parlamentario que arrojó una silla al piso.
Nadie reclamó por el ardid de Fox.
El que sí lo hizo muy cínicamente 200 años después fue el juez Feuler que, ante la picardía que lo enfrenta a la posibilidad de un juicio sin ningún fuero que lo proteja, afirmó a los medios: “Esto es muy peligroso para una democracia”. En realidad, el mayor y único peligro lo correrá el magistrado si pierde sus privilegios.
David Kohler